"Cuando doy de comer a los pobres, me llaman santo. Pero cuando pregunto por qué los pobres tienen hambre, me llaman comunista."
Esta frase, aunque pronunciada por otro
clérigo latinoamericano, bien podría resumir el espíritu de Monseñor Óscar
Arnulfo Romero, cuya vida fue llevada al cine en la película "Romero" (1989), dirigida por
John Duigan y protagonizada por Raúl Juliá. Esta obra no es sólo una biografía
fílmica, sino una denuncia social, un documento histórico y una reflexión
profundamente humana sobre el papel de la Iglesia, la política y la dignidad en
medio del conflicto armado salvadoreño.
La película
nos transporta a El Salvador en los años setenta, cuando el país vivía una de
las épocas más oscuras y sangrientas de su historia. En medio de una creciente
represión militar, el asesinato sistemático de campesinos, estudiantes y
sacerdotes, y el surgimiento de la guerrilla como respuesta al autoritarismo,
Monseñor Romero emerge como una figura aparentemente apolítica, tímida y
conservadora, nombrado arzobispo precisamente por su supuesta neutralidad.
Sin embargo,
como lo narra la película, su cercanía con el pueblo y la injusticia que vivían
sus feligreses transforma su visión. Su conversión pastoral no es abrupta, sino
profundamente humana: Romero no busca la confrontación, sino la justicia; no
quiere ser mártir, pero tampoco cómplice. Y ahí radica su grandeza. Su opción
por los pobres no nace de una ideología política, sino de una fidelidad radical
al Evangelio.
Uno de los
elementos más poderosos del filme es la transformación interna de Romero. El guión
y la actuación de Raúl Juliá nos permiten ver un personaje complejo: un hombre
que duda sufre, se equivoca, pero que también ama profundamente y se entrega
por completo a su misión. Su evolución es paralela a su toma de conciencia. Al
inicio, Romero es alguien que cree en el orden, en la obediencia institucional,
en la paz como ausencia de conflicto. Pero al ver cómo matan a su amigo, el
padre Grande, cómo los militares violan iglesias y asesinan campesinos, se da
cuenta de que ese “orden” es, en realidad, una estructura de muerte.
Romero
comienza a denunciar desde el púlpito, en sus homilías dominicales, en las que
le habla no solo a su pueblo sino también al ejército, al gobierno y al mundo.
Sus palabras son firmes, cargadas de amor y dolor, pero también de una fuerza
moral inquebrantable. La película logra capturar este cambio interior sin caer
en la idealización ni en el melodrama. Nos muestra a un Romero humano, que
llora, que se quiebra, pero que elige levantarse para seguir siendo fiel a su
conciencia.
"Romero"
no solo habla de un hombre, sino de una institución en crisis. La Iglesia
salvadoreña, como muchas en América Latina en esa época, estaba dividida entre
quienes apoyaban al régimen y quienes abrazaban la teología de la liberación,
optando por los pobres y denunciando la opresión. La película pone en evidencia
esta tensión interna: obispos que prefieren el statu quo, religiosos
perseguidos por acompañar al pueblo, comunidades eclesiales de base que se
convierten en blanco de la represión.
Romero se
convierte en símbolo de una Iglesia que se baja de los altares para caminar
junto a los oprimidos. Su figura encarna lo que el papa Francisco ha llamado
“una Iglesia en salida”, una Iglesia que huele a oveja, que no teme ensuciarse
con el barro del conflicto social. Su opción no es partidista, sino ética y
pastoral. Y eso es lo que la vuelve tan incómoda para los poderosos. Desde el
punto de vista cinematográfico, "Romero"
es una película sobria, con una narrativa clara y una fotografía que refleja la
crudeza del contexto salvadoreño. No busca impresionar con efectos ni
espectacularidad, sino transmitir con honestidad el dolor y la esperanza de un
pueblo herido. La dirección de John Duigan evita caer en maniqueísmos: los
personajes no son completamente buenos ni malos, sino humanos, atrapados en una
red de violencia estructural.
Raúl Juliá
entrega una actuación conmovedora, sutil y potente. Su Romero transmite
fragilidad y firmeza, dulzura y valentía. Es una interpretación que humaniza al
santo, lo hace cercano, real, profundamente creíble. La música, la ambientación
y el ritmo del film acompañan el proceso de toma de conciencia del
protagonista, logrando que el espectador no solo entienda lo que ocurre, sino
que lo sienta. La película no se limita a narrar hechos; interpela, cuestiona,
moviliza. Es un llamado a no permanecer indiferentes ante la injusticia.
Más de tres
décadas después de su estreno y más de cuarenta años después del asesinato de
Romero, su mensaje sigue vigente. En un mundo donde las desigualdades
persisten, donde la violencia aún afecta a millones, donde la fe muchas veces
se acomoda al poder, su ejemplo sigue siendo un faro. Romero no fue un
revolucionario armado ni un político, sino un pastor que decidió amar hasta el
extremo. Su martirio no fue casual: fue el precio de su fidelidad a los más
pobres. Fue asesinado mientras celebraba misa, con la Biblia en una mano y el
cuerpo de Cristo en la otra. Su sangre, como la de tantos mártires
latinoamericanos, es semilla de vida nueva.
La película
nos obliga a preguntarnos: ¿qué haríamos nosotros en su lugar? ¿Seríamos
capaces de arriesgarlo todo por la justicia? ¿O preferimos la comodidad del
silencio? Romero no buscó ser héroe, pero se convirtió en uno por su
coherencia.
"Romero: El Salvador Obispo" es una obra que trasciende la pantalla. Nos habla al
corazón, a la conciencia, a nuestra capacidad de indignarnos frente al dolor
ajeno. Nos recuerda que la fe no puede ser cómplice del poder, que la
espiritualidad verdadera implica compromiso, y que el silencio frente a la
injusticia también es una forma de violencia. Monseñor Romero fue canonizado en
2018, pero su santidad no reside en los altares, sino en su testimonio de vida.
Su historia, plasmada con dignidad en esta película, sigue siendo una fuente de
inspiración para creyentes y no creyentes, para quienes buscan un mundo más
justo, para quienes entienden que la verdadera revolución nace del amor.
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